En el post de hoy hablaré de un problema que es recurrente en las consultas de los pacientes de infanto-juvenil. Vienen padres desesperados porque los hijos/as montan pollos espectaculares por constantes frustraciones.
En primer lugar, hablaremos de la protagonista del post: la frustración. Es una emoción tan natural como cualquier otra y si la tenemos es por alguna razón, tiene alguna utilidad. La frustración es una emoción que se activa ante una situación que no esperamos y no nos gusta o ante una situación en la que no podemos conocer lo que queremos o esperamos. Su utilidad la podemos deducir de la pregunta: ¿Cómo actuaríamos si no tuviéramos frustración? Nos conformaríamos, no insistiríamos y no lucharíamos por las metas que tenemos. Es una emoción de inconformidad con lo que nos está pasando y que nos conduce a luchar por un cambio hacia lo que queremos. Pero como todas las emociones, a veces se activa cuando no es necesario y si no se gestiona adecuadamente, puede traer problemas.
Es una emoción que nos acompaña toda la vida y en mi experiencia profesional he visto problemas con la frustración en todas las edades. Claro, es más frecuente en infantil porque cuanto más joven es la persona menos experiencia y menos tiempo ha tenido para aprender a tolerarla y gestionarla, pero podemos llegar a la edad adulta sin haberlo aprendido todavía.
Quizás os estáis preguntando: ¿si tan útil es? ¿Por qué debemos aprender a tolerarla? Pues porque las emociones, aunque tengan una utilidad, no siempre lo son. Para que se entienda, un martillo es una herramienta útil pero no si tu meta es… correr un maratón. Uno de los retos psicológicos que debemos ir superando las personas es diferenciar cuando una emoción tiene sentido y nos está siendo útil y cuando no. Pero hoy no vamos a profundizar en ello.
El archienemigo de la frustración: el límite.
La frustración se vuelve intensa y muy molesta cuando nos topamos con límites contundentes. De ahí que sea un problema recurrente en una etapa de la vida donde los padres deben poner límites a los hijos/as y deben hacerlos respetar. En la vida adulta, a veces seremos nosotros mismos quienes nos autopongamos límites o nos los pondrán los demás. Entonces es cuando deberemos haber aprendido a tolerar la frustración cuando hay límites razonables y justos.
Cómo gestionar la frustración que generan los límites
- Entender que la frustración que se activa es normal que se active. No debemos censurarla o juzgarla. Por el contrario, procuraremos ayudarle a identificarla.
- Identificar y tolerar nuestra propia frustración frente a la frustración del hijo/a. Es un autolímite que debemos ponernos. Esto significa que si él/ella se frustra, nosotros no le mostramos enfado. Intentamos mantener algunas actitudes para no alimentar el problema:
- Serenidad
- La firmeza del límite
- Empatía y compasión por su frustración
- Pista: A menudo, no es fácil.
- Cuando hemos puesto un límite no suele ser conveniente retroceder ya que si no, el mensaje es: el límite no está claro y tiene sentido que luches. Le estamos dando razones para dar «rienda suelta» a su frustración.
- Una posible excepción a esto es: si gestionas la frustración adecuadamente y pides con buenas formas lo que quieres, puede que podamos negociar el límite. Pero esto nunca se hará cuando la frustración aparezca de forma impulsiva, agresiva o destructiva.
- Reflexionar sobre los límites que ponemos. Poner excesivos límites, límites injustos o límites poco razonables… generará dosis muy altas y frecuentes de frustración.
- Explicar los límites. Por eso es conveniente que sean razonables, sino serán difíciles de contar. Un límite no se pone porque sí. Debe tener un sentido y debe explicarse.
- Ten en cuenta que si se ha saltado un límite es por alguna razón. Trate de hablarlo y entenderlo. Luego, hablad de qué otra cosa podría haber hecho en lugar de saltarse el límite.
- Los límites se aceptan mejor si los padres también los cumplen. Es importante el ejemplo.
Patricia Vílchez Las Heras
Psicóloga sanitaria infanto-juvenil
Colegiada 21639