En Terapia individual

El ser humano tiene la capacidad de proyectarse al futuro, de imaginar cómo será su vida, y de generar expectativas sobre el mundo, sobre los demás y sobre sí mismo.

Nuestras primeras expectativas no son nuestras sino del entorno que nos rodea. Y nacen antes incluso que nosotros, porque cuando una pareja piensa, fantasea o planea tener un hijo deposita toda una serie de expectativas sobre el futuro ser humano. Será niño o niña, fuerte, alto, valiente, le gustará el deporte, tocará un instrumento, será médico, se parecerá a mí,… Y luego van llegando las expectativas del resto de la familia, las de los sucesivos profesores, las de los amigos, etc… todos esperan algo, con más o menos nivel de exigencia. La infancia es una etapa de la vida muy delicada, puesto que de niños estamos dispuestos a hacer, pensar o sentir lo que sea con tal de agradar a los que cuidan de nosotros y no perder así su protección.

Cuando tenemos una expectativa firme respecto a alguien o algo, nuestra conducta intenta ser coherente con ella, creando así las condiciones para que se cumpla. A esto lo llamamos efecto Pigmalión o profecía autocumplida. El modo en que un padre o madre percibe a su hijo influye en sus interacciones con él, traspasando de modo implícito esa visión al propio niño/a. Si pensamos que nuestro hijo es patosillo, poco ágil y que tropieza con todo, tenderemos a alertarle de todos los potenciales peligros, a pedirle que vaya con cuidado, y a evitar que suba a determinados sitios … sembrando en él la duda sobre sus propias capacidades, la inseguridad y el miedo a asumir determinados retos necesarios para su aprendizaje. Un niño que va con tanto cuidado por miedo a hacerse daño, no experimenta y no desarrolla la agilidad, volviéndose un, ahora sí, patoso en toda regla.

Por ello, cuando tratamos con niños conviene OBSERVAR MÁS, e INTERVENIR MENOS. Darles espacio y tiempo para que descubran quienes son por sí mismos.

Cuando se trate de nosotros mismos podemos tomar conciencia de todas las expectativas que han depositado sobre nosotros y qué papel juegan en nuestra vida. Así como estar muy atentos a las expectativas que generamos y a su grado de flexibilidad. Las expectativas rígidas e inflexibles nos llevan a una forma de pensar y vivir poco saludable, puesto que exige lograr algo por encima de todo. En cambio una expectativa flexible nos permite pensar en alternativas en caso de no cumplirse y abre la mente a nuevas posibilidades.